Sólo así se explica que a la hora de definir los límites de la tipicidad del delito castigado en el artículo 208 del Código Penal, una misma expresión pueda interpretarse, en un determinado contexto, como una interjección coloquial situada extramuros del Derecho Penal y esa misma palabra, ya en otro entorno, pueda ser valorada como el afilado instrumento para laminar la honorabilidad de un tercero.
Esta idea permite rechazar buena parte del argumentario del condenado que alude al carácter inocuo de las expresiones empleadas. “En efecto, algunos de los vocablos vertidos por el acusado («hija de puta», «sinvergüenza», «cabrona», «lameculos»), puestos en conexión con otras expresiones hechas valer en los mismos vídeos que eran utilizados como vehículo para la difusión en redes de los mensajes críticos con la labor de gobierno de los denunciantes, impiden relativizar su alcance a lo que podrían considerarse expresiones coloquiales o propias de una forma singular de hablar”.
Si las palabras antes expuestas “se conjugan con otras frecuentemente empleadas en los discursos del acusado («…vas a echar sangre por el culo cabrona… Venid si tenéis cojones a por mí, hija de puta Susana… Me dan ganas de verdad de cagarme en vuestra cara, de escupiros, al Martín puto White…», «ladrona»), es imposible cuestionar que el propósito que animaba la difusión de esos mensajes no era otro que erosionar de la forma más intensa posible la honorabilidad de los denunciantes”.
“Ninguno de esos epítetos, en el contexto en el que fueron pronunciados puede considerarse amparados por el texto constitucional”. Nuestro sistema de libertades no otorga protección a expresiones como las empleadas en el contexto en el que fueron utilizadas. “En efecto, en el juicio ponderativo que la Sala ha de verificar entre el derecho al honor de los denunciantes y el derecho a difundir un mensaje crítico, ácido, incluso hiriente hacia los responsables públicos destinatarios de esas imprecaciones, otorgamos prevalencia al primero de esos derechos en conflicto”.
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