La posición de la persona acusada en la sala de Justicia debe permitirle el contacto defensivo con su letrado y que sea reconocido como una persona que goza con plenitud del derecho a la presunción de inocencia, que comporta el derecho a ser tratado como inocente

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⚖️ Sentencia de la Sala 2ª del Tribunal Supremo 167/2021, de 24-2-2021, FD 1.10 a 1.17, Ponente Excmo. Sr. D. Javier Hernández García, ECLI:ES:TS:2021:811

Del modo en que se desarrolle el juicio oral depende en buena medida que se alcance el nivel de efectiva garantía de los derechos fundamentales que conforman la idea del proceso justo y equitativo.

En la audiencia del juicio se toman un número muy significativo de decisiones que no giran solo sobre las reglas de desarrollo del debate o de producción de los medios de prueba. También se adoptan decisiones que inciden en las condiciones comunicativas, simbólicas o escénicas en que aquel se desenvuelve.

Ambos grupos de decisiones interactúan permitiendo observar la profunda relación que existe entre la justicia sustancial de la decisión final y el modo en que se haya desarrollado el rito que la precede.

La dirección de la vista reclama un decidido y activo compromiso con las finalidades comunicativas del acto procesal y con los valores constitucionales y metajurídicos que deben configurarlo. Entre otros, la efectiva garantía de los derechos a la igual consideración y respeto, a la defensa y a la presunción de inocencia como regla, además, de tratamiento. El juicio oral es, también, un acto de reconocimiento a las personas que intervienen en el mismo de su condición de ciudadanas, de titulares de derechos. Una verdadera precondición para su efectivo ejercicio.

Por ello, cuestiones «escénicas» como las de la ubicación de las partes en la sala de justicia, la posición en la que deben participar o los mecanismos de aseguramiento de las personas que acuden como acusadas pueden adquirir una relevancia muy significativa.

Muchas Salas de Justicia responden, originariamente o por inercia, a una concepción histórica determinada y, sobre todo, a una plasmación de un imaginario simbólico que no se ajusta de la mejor manera posible a las exigencias constitucionales y convencionales de garantía del derecho a un proceso justo y equitativo.

Un ejemplo muy claro de lo antedicho se encuentra en la ubicación de la persona acusada en la Sala. Nuestra escenografía tradicional, en la que sigue presente el «banquillo», parece responder a una suerte de regla consuetudinaria que vendría a cubrir la ausencia de precisa regulación en la Ley de Enjuiciamiento Criminal sobre dónde debe situarse la persona acusada -silencio normativo que convierte en paradójica la regla del artículo 786 bis de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, introducida por la Ley 37/2011 sobre medidas de agilización procesal, por la que se establece que el representante de la persona jurídica inculpada en el proceso penal deberá ocupar en la sala «el lugar reservado para la persona acusada»-.

Ese ignoto «lugar reservado para la persona acusada» suele situarse, sin norma que lo justifique, de frente al tribunal, a las espaldas, por tanto, del espacio de práctica probatoria y, con no menos frecuencia, a una distancia insalvable del abogado defensor. La persona acusada suele ser el único partícipe del proceso que no puede visualizar la expresión y el rostro de los testigos y peritos que deponen en el acto del juicio.

Esa «deslocalización» de la persona acusada puede transmitir una imagen estigmatizante, poco compatible con su condición de persona inocente, confirmatoria de lo que ha venido a denominarse por la sociología jurídica como una predicción social creativa de culpabilidad que, por lo demás, siempre acecha en los procesos penales.

Pero no solo. La distancia insalvable respecto del abogado defensor puede afectar también a las condiciones que deben garantizar la mayor eficacia del derecho de defensa, cuyo contenido esencial en el acto del juicio no debe limitarse a la heteroasistencia defensiva.

Si bien es cierto que nuestro proceso penal transfiere a la defensa técnica una parte del contenido del derecho de defensa de la persona acusada, dicha «cesión» no puede significar que esta pierda la centralidad que la Constitución le reconoce en el proceso y, en especial, también, en el desarrollo de la vista oral. La persona acusada no debe convertirse en un convidado de piedra en el plenario cuyo desenlace puede suponerle, nada más ni nada menos, que la pérdida de su libertad. No ha de ser tratada como un espectador impasible recluido en una zona rigurosamente acotada de intervención, limitada a la última palabra.

Significativo resulta, al respecto, el tenor literal del artículo 6.3 c) del Convenio Europeo de Derechos Humanos, en el que se reconoce el derecho «a defenderse por sí mismo o a ser asistido por un defensor». Se pone así de manifiesto que quien ha de ejercer el derecho de defensa es la persona acusada. El Letrado le «asiste» técnicamente en el ejercicio de su derecho. Como se afirma en la relevante STC 91/2000 (f.J 13º) «la opción por la asistencia jurídica gratuita o por la de un Letrado de elección, no puede entenderse como renuncia o impedimento para ejercer la defensa por sí mismo. Ambas son compatibles, de modo que la defensa técnica no es, en definitiva, sino un complemento de la autodefensa».

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha reafirmado de modo inequívoco -vid. en particular, sobre el contenido del derecho a la autodefensa, STEDH, de Gran Sala, caso Correia de Matos, de 4 de abril de 2018 (nº demanda 56.402/12)- que el derecho del acusado a defenderse comporta el de poder dirigir realmente su defensa, dar instrucciones a sus abogados, sugerir el interrogatorio de determinadas preguntas a los testigos y ejercer las demás facultades que le son inherentes. Y es ese contexto el que explica las varias resoluciones del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ponen el acento en la importancia capital que ha de darse a las condiciones en las que debe comparecer la persona acusada en el juicio para garantizarle un marco de relación fluida, confidencial e inmediata con su abogado defensor -vid. SSTEDH, caso Zagaria c. Italia, de 27 de noviembre de 2007 (nº de demanda 58.295/00); caso Svinarenko y Slyadnev c. Rusia, de 17 de abril de 2014 (nº de demandas 32.541/08 y 43.441/08)-.

En esa medida, parece del todo exigible la necesidad de activar mecanismos que rompan con viejas inercias rituales de dudoso anclaje constitucional. La posición de la persona acusada en la sala de Justicia debería ser aquella que, por un lado, le permita el contacto defensivo con su letrado en los términos reclamados por el sistema convencional y, por otro, le posibilite reconocerse y ser reconocido como una persona que goza con plenitud del derecho a la presunción de inocencia, que comporta el derecho a ser tratado como inocente.

Necesidad de cambio de modelo escénico que no solo es un buen deseo. Es también un mandato normativo que aparece expresamente recogido en el artículo 42 de la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado, cuando previene la obligación de que la persona acusada se sitúe en una posición en sala que le permita el contacto con su abogado. Ley del Jurado que, además, en los términos precisados en su Disposición Final Cuarta, deviene en marco de principios para la «futura reforma del proceso penal».

No es de recibo que existiendo una norma expresa y ante el silencio regulativo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal se renuncie a una interpretación sistemática normo- integrativa y se mantenga la simple costumbre como fundamento de decisiones que impiden en los juicios ordinarios el contacto defensivo fluido y directo entre la persona acusada y el profesional que le asista técnicamente.

Debe recodarse que el contenido esencial de los derechos fundamentales en juego se decanta directamente de la Constitución, de su artículo 24, leído, además, ex artículo 10.2, de conformidad con la jurisprudencia interpretativa del Tribunal Europeo de Derechos Humanos alrededor del artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Sin que deba prescindirse tampoco, como elemento de valoración, de los indicadores prelegislativos de la futura reforma de nuestro proceso penal -el anteproyecto de 2012, la propuesta de Anteproyecto de 2013 y el más reciente de 2020- que abordan la cuestión, ordenando la ubicación defensiva de la persona acusada conforme a las exigencias que garanticen la efectividad del derecho de defensa.

Razonado lo anterior, la inequidad como razón de nulidad del juicio debe proyectarse en una pérdida efectiva de posibilidades de defensa y no toda irregularidad o afectación, provoca ese cualificado resultado.

Con ello no queremos decir que cualquier modo de desarrollo del juicio valga o que, a la postre, resulte indiferente cómo se garantizan en la vista oral los derechos de defensa y a la presunción de inocencia de la persona acusada.

Deben exigirse esfuerzos razonables para adaptar las condiciones escénicas de celebración del juicio a los valores y garantías constitucionales en juego. Y para ello la ruptura de inercias escénicas carentes de todo fundamento normativo y constitucional resulta decisiva.

Pero mientras tanto, la falta de adaptación podrá arrostrar la nulidad del juicio cuando se constate que, en efecto, el modo en que se ha desarrollado el juicio ha comprometido en términos irreductibles y graves la equidad constitucionalmente exigible. Lo que reclamará identificar con claridad los presupuestos fácticos sobre los que debe recaer el test de evaluación.